Abrió la carta recogiendo cada pedazo de papel que se le caía. Como estaba tumbado en su cama tuvo cuidado para que la falta de visión no le hiciera perder ni una minúscula parte de aquel sobre. Cuando ya tenía el papel entre sus manos, miró al techo. Había una enorme mancha negra con forma de manzana.
Tenía la sensación de llevar toda la vida allí. El colchón, que el primer día parecía una ofrenda de los dioses, ahora se le clavaba en la espalda. Los barrotes de la ventana, que tenían arcos de corte arabesco, sólo le recordaban cada mañana su cautiverio. En el suelo, la bandeja de la comida. Siempre el mismo potaje insulso de las cocinas.
Había sido un hombre trabajador, con aspiraciones y ambiciones. Sólo cometió un tremendo error. Algo horrible que le costaría toda la vida porque debía pagarlo en días, horas e interminables segundos de soledad, de falta de libertad, de remordimientos.
Pero no, no. Debía ser fuerte para no volverse loco en la espiral de sus pensamientos, ahogado entre esas cuatro paredes por la vergüenza de sus actos. Ahora tendría más tiempo para pensar y reflexionar. Para leer libros, para pintar. Siempre tendría la pintura.
Pero pintar el qué. Pensar en qué. Solo podía repetir la misma escena una y otra vez. El, ella. Su mano donde no debía, en su cuello. Se movió sola, en un impulso que ya no pudo refrenar. Lo siguiente fue verla en el suelo. Yacía estática, bellísima pero aterradora. No pudo hacer nada más. Todo estaba ya hecho. Después no pudo contener sus remordimientos. Lo confesó todo.
Miró de nuevo la carta. Había hecho lo que debía, la confesión le llevó a una cárcel pero le liberó de su conciencia.
Leyó la carta, que era una breve nota en la que decía:
"vuelve a casa, podremos superarlo"
24 abril 2007
23 abril 2007
Tenía mucha locuacidad y hablaba de una forma directa y comprensible. Su personalidad era arrolladora, fulminaba con la mirada. Le caracterizaba su excesiva sinceridad. No sabía callar esa enorme boca por la que emanaba todo lo que su mente pensaba. Si había una gorda en el autobús sentía la necesidad de expresar sus pensamientos en voz alta. Ya estuviera sólo o acompañado irremediablemente,verbalizaba. Era algo compulsivo:
-Miren la foca que acaba de entrar.
Con grandes méritos llegó a ascender rápidamente. Le dieron un bonito despacho que tenía un gran ventanal con vistas al Retiro. Una secretaria que siempre llevaba una camiseta larga, unos leggins negros, unos zapatos negros de tacones interminables y un lazo con el que se recogía el pelo almidonado trabajaba con él. No soportaba su lazo. Las mallas ceñidas y sus zapatos taconeadores no le gustaban pero el lazo era insufrible. Cada vez que entraba en el despacho se le desviaba la mirada a los enormes puntos rojos que le llamaban, que le perturbaban.Tuvo varios ataques. Mometos de dolor intenso y punzante por sus arranques de sinceridad reprimidos.
Una mañana, mirando su formado trasero agitarse camino a la puerta, el pensamiento cruzado le desconcentró e inesperadamente alzó la voz para decir:
- Su lazo no es lo más adecuado para esta oficina, es chirriante para la vista y más parece usted una ratita presumida que una ejecutiva agresiva, algo a lo que, por otra parte, no creo que usted aspire.
La joven se dió la vuelta y sin perder ni un sólo segundo le respondió:
- Lo tendré en cuenta
Al día siguiente apareció en la oficina sin lazo, pero unos pantalones de grandes lunares verdes y amarillos se convirtieron en su atuendo habitual.
A partir de ese día, todas las secretarias de la empresa comenzaron a llevar pulseras con lazos de círculos negros y amarillos.
-Miren la foca que acaba de entrar.
Con grandes méritos llegó a ascender rápidamente. Le dieron un bonito despacho que tenía un gran ventanal con vistas al Retiro. Una secretaria que siempre llevaba una camiseta larga, unos leggins negros, unos zapatos negros de tacones interminables y un lazo con el que se recogía el pelo almidonado trabajaba con él. No soportaba su lazo. Las mallas ceñidas y sus zapatos taconeadores no le gustaban pero el lazo era insufrible. Cada vez que entraba en el despacho se le desviaba la mirada a los enormes puntos rojos que le llamaban, que le perturbaban.Tuvo varios ataques. Mometos de dolor intenso y punzante por sus arranques de sinceridad reprimidos.
Una mañana, mirando su formado trasero agitarse camino a la puerta, el pensamiento cruzado le desconcentró e inesperadamente alzó la voz para decir:
- Su lazo no es lo más adecuado para esta oficina, es chirriante para la vista y más parece usted una ratita presumida que una ejecutiva agresiva, algo a lo que, por otra parte, no creo que usted aspire.
La joven se dió la vuelta y sin perder ni un sólo segundo le respondió:
- Lo tendré en cuenta
Al día siguiente apareció en la oficina sin lazo, pero unos pantalones de grandes lunares verdes y amarillos se convirtieron en su atuendo habitual.
A partir de ese día, todas las secretarias de la empresa comenzaron a llevar pulseras con lazos de círculos negros y amarillos.
19 abril 2007
Todo lo que había en aquella mesa era apetecible. En el centro había una florero con rosas de azúcar y nata. Canapés de caviar y ahumados, carne asada y pescados en escabeche en un extremo. En el otro una bandeja con figuras de chocolate rellenas de pralinés de avellana, trufa o licor y alrededor del florero frutas exóticas bañadas en zumo de maracuyá con champán.
El tirano de Bustamante llegaba cada mañana con una bandeja vacía y recogía los alimentos que se habían estropeado. Más tarde, aparecía su mujer, con un delantal de hilo de oro que le llegaba hasta los piés, empujando una carretilla de cristal en la que había nuevos, variados y exquisitos manjares.
El prisionero estaba en una jaula justo encima de la mesa. Llevaba tres días sin probar vocado. Tenía que chupar su propio cuerpo para recoger las pocas gotas de sudor que le habían permitido no morir deshidratado. Aunque tenía graves problemas para respirar porque la habitación en la que estaba no medía más de tres o cuatro metros cuadrados sin ninguna ventana, se acostumbró al estado sueño que le provocaba la falta de oxígeno.
El tirano de Bustamante le observaba cada día durante 15 minutos para ver su evolución. En una ocasión le contó que uno de sus prisioneros se volvió loco y acabó comiéndose a él mismo por el hambre.
Todo lo que tenía que hacer para salir de aquella tortura era decir una palabra. Algo que ni él ni ninguno de los que había pasado por allí había dicho.
-Sí.
Un sí a cualquiera de los ofrecimientos de comida que le hacían. Un sí por el que vendería su alma al diablo porque con él asumiría que cedía a la sumisión de su pueblo. Prefería morir de hambre.
El tirano de Bustamante llegaba cada mañana con una bandeja vacía y recogía los alimentos que se habían estropeado. Más tarde, aparecía su mujer, con un delantal de hilo de oro que le llegaba hasta los piés, empujando una carretilla de cristal en la que había nuevos, variados y exquisitos manjares.
El prisionero estaba en una jaula justo encima de la mesa. Llevaba tres días sin probar vocado. Tenía que chupar su propio cuerpo para recoger las pocas gotas de sudor que le habían permitido no morir deshidratado. Aunque tenía graves problemas para respirar porque la habitación en la que estaba no medía más de tres o cuatro metros cuadrados sin ninguna ventana, se acostumbró al estado sueño que le provocaba la falta de oxígeno.
El tirano de Bustamante le observaba cada día durante 15 minutos para ver su evolución. En una ocasión le contó que uno de sus prisioneros se volvió loco y acabó comiéndose a él mismo por el hambre.
Todo lo que tenía que hacer para salir de aquella tortura era decir una palabra. Algo que ni él ni ninguno de los que había pasado por allí había dicho.
-Sí.
Un sí a cualquiera de los ofrecimientos de comida que le hacían. Un sí por el que vendería su alma al diablo porque con él asumiría que cedía a la sumisión de su pueblo. Prefería morir de hambre.
12 marzo 2007
Memorias de un prisionero - por Beatriz Romero
Recuerdo aquellos días con dificultad, como en penumbra. Me es más fácil evocar olores y sensaciones que las propias imágenes, por lo que se podría decir que, tal vez para protegerme, mi cerebro las había intentado eliminar de mi consciencia. Demasiado tarde, ya daba igual, mi corazón estaba irremediablemente trastornado por aquella droga y mi mente contaminada por aquel veneno felino, desde la primera vez que ella abrió la puerta de mi celda.
Yo esperaba ver a un rudo carcelero madero en mano y a continuación, como tantas otras veces me había tocado en mi corta vida, recibir una brutal paliza hasta perder el sentido. Pero no abriría la boca, esperaría estoicamente hasta que mis compañeros idearan la forma de sacarme de allí, para eso había sido entrenado con tanta dureza.
Pero en vez de éste cruzó el umbral un manojo de curvas, perfiladas por una larga cabellera morena y rematadas por unos ojos negros sin fondo que inmediatamente se clavaron sobre mí. Tal vez dejé de respirar, quizá de parpadear, pero de lo que sí estoy seguro es que el corazón se me paró durante unos segundos. Se acercó hasta mí con pasos de serpiente. Su olor, una mezcla entre flores de cementerio y el aroma del cuero que la vestía, me envolvió al instante. Yo, sentado al borde de mi duro camastro, podía intuir que algo iba a ocurrir mientras notaba mis sienes palpitar alarmantemente. Entonces, con un movimiento imperceptible, se sentó sobre mi regazo, clavó sus uñas en mi cara y ¡me besó!
Yo esperaba ver a un rudo carcelero madero en mano y a continuación, como tantas otras veces me había tocado en mi corta vida, recibir una brutal paliza hasta perder el sentido. Pero no abriría la boca, esperaría estoicamente hasta que mis compañeros idearan la forma de sacarme de allí, para eso había sido entrenado con tanta dureza.
Pero en vez de éste cruzó el umbral un manojo de curvas, perfiladas por una larga cabellera morena y rematadas por unos ojos negros sin fondo que inmediatamente se clavaron sobre mí. Tal vez dejé de respirar, quizá de parpadear, pero de lo que sí estoy seguro es que el corazón se me paró durante unos segundos. Se acercó hasta mí con pasos de serpiente. Su olor, una mezcla entre flores de cementerio y el aroma del cuero que la vestía, me envolvió al instante. Yo, sentado al borde de mi duro camastro, podía intuir que algo iba a ocurrir mientras notaba mis sienes palpitar alarmantemente. Entonces, con un movimiento imperceptible, se sentó sobre mi regazo, clavó sus uñas en mi cara y ¡me besó!
09 marzo 2007
Vidas cruzadas
En la mañana de fulgurante luz una muchacha salió del hotel con un vestido de gasa azul translúcida y un collar de cuentas. El maitre, Antonio, le abrió la puerta y le dirigió una mirada de aprobación. Era hija del dueño de un pequeño hotel en el centro de París. Todo en su vida estaba hecho. El desayuno, las puertas, la lavadora, la compra... todo era automático. Iba a coger el metro para acudir a su cita diaria en el Instituto Británico. Cruzando varias calles llegó a los Campos Elíseos. En la puerta del tranvía subterráneo, un mendigo dormía entre cartones.
Era Tomás Valiente, hijo de Jacinto Valiente, dueño de una cadena de videoclubs que se vino abajo con la aparición del DVD y que no supo, no pudo y no quiso salir de la espiral de la droga. El también lo tenía todo. Un coche deportivo, ropa cara, un montón de amigos y un gran vacío en su interior. Si la vida es experiencia, su experiencia fué vivirla y desgastarla.
En el andén la muchacha esperaba paciente. La carpeta en el pecho y la mano en le pelo. La mente en la clase de inglés y el corazón, palpitante, expectante.
Era Tomás Valiente, hijo de Jacinto Valiente, dueño de una cadena de videoclubs que se vino abajo con la aparición del DVD y que no supo, no pudo y no quiso salir de la espiral de la droga. El también lo tenía todo. Un coche deportivo, ropa cara, un montón de amigos y un gran vacío en su interior. Si la vida es experiencia, su experiencia fué vivirla y desgastarla.
En el andén la muchacha esperaba paciente. La carpeta en el pecho y la mano en le pelo. La mente en la clase de inglés y el corazón, palpitante, expectante.
07 marzo 2007
YO, CLAUDIA -POR DAVID BLAZQUEZ
A Claudia solo le importa Claudia. La mueca de su rostro denota la infranqueable trascendencia que su ser oculta. La vida sin amar a nadie en una continua transformación quieta. Su corazón es de mármol, no heredado, construido por sí misma con el pasar de su niñez, y funciona en el caos para alimentarse a ratos, a impulsos irremediables de necesidad. Impuesta la frialdad por trinchera, en la paradoja desconocida tiene siempre presente el instinto de supervivencia mientras se autodestruye. Es de hielo anhelante, pero su fin es caliente, deshecha en el hombre que haga volar la estructura hermética que aún protege a sus sentimientos. Que no fluyan, se dice. Cuando duda pide consejo a las amigas para reafirmarse en sus actos. Revivir el dolor, el desarraigo, puede empañar con lágrimas sus ojos. Porque ella es guapa: la elegancia insensible creada a partir de la herida. En una de las venas que llevan a su víscera muscular clausurada, sita en el tórax, habita un valeroso caballero desde hace no muchos años. Él ya está cansado. No sabe cómo quitar más minas anti-personas de las que prohíben el paso a la gruta que todos los hombres persiguen y nadie alcanza, porque él tampoco llega a su corazón. La próxima sabe que será la última, la que estalle definitivamente y la aleje de ella. A su manera, él es amado por Claudia, pero no es el elegido. El ego de Claudia busca que la contemplen, pero en secreto pide auxilio al rechazo. Sabe que para que sus emociones dormidas despierten, para que ella vuelva a ser la niña cariñosa y feliz de antes, necesita a alguien que la ignore y la ame a la vez, que levante sus celos airados y la libere de la cárcel donde se halla recluida entre la confusión y el agobio. Ella es una dulce paloma que requiere ser abatida para después renacer como ave en su esencia más pura. Cuando eso pase, la muralla habrá sido destruida y Claudia será boyante con todos los hombres que quiera. Hasta el momento, hierve la distancia. Si se entrega, quién fuera ánima incorpórea para estar en su mundo.
28 febrero 2007
Una pérdida irreparable (Por Alberto Lardiés)
Los sentimientos que afloran cuando perdemos algo que queremos, deseamos y necesitamos al mismo tiempo y de la misma forma, tan irracional como imparable, son tan fuertes que se podrían calificar de indescriptibles e incomprensibles. Llegué a esta conclusión hace un par de días, cuando la desgracia me sobrevino súbitamente al perderle a él. Siempre a mi lado, con él me sentía segura, reconocible, con un lugar en el mundo diferente al del resto de los mortales, era como si fuese mi guía o mi punto de referencia en este difícil sendero que es la vida moderna. Siempre paciente, despertaba mis nervios cuando me daba alguna noticia o, simplemente, cuando le tenía cerca y me entraban unas ganas locas de tocarlo y mirarlo durante horas; algo que, por novedoso en mi vida, denota el fuerte amor que sentía hacia él. Además, la comunicación con él siempre fue perfecta, inigualable, apenas una mirada bastaba para entendernos; y también a causa de su influencia mi relación con los demás era próspera. Su único defecto era que, como suele ser habitual, yo era más detallista que él, pero lo remediaba con el resto de sus virtudes. Precisamente, en los últimos días de nuestra relación le hice un par de regalos: un abrigo y un colgante. En cuanto a la prenda, solo se me ocurre decir, quizá tan tópica como acertadamente, que nadie sería capaz de vestirlo con tanta elegancia y saber estar como él. Y en lo que se refiere al colgante, cuando se lo ponía, yo le sentía cerca, como si permaneciese instalado junto a mi corazón eternamente. Por una vez en mi vida tenía la relación perfecta y, como consecuencia de un simple descuido, ya la he perdido de forma irreparable. Creo, sin miedo a equivocarme, que estoy deprimida y la verdad es que no sé cómo saldré de este infierno si no recupero cuanto antes, aunque sea gracias a un milagro, mi preciado y anhelado teléfono móvil.
26 febrero 2007
DESENGAÑOS
Braulio tenía 20 euros en el bolsillo, una novia de un mes y una incógnita que le provocaba un gran desasosiego. Quería comprar algo adecuado, nada demasiado ostentoso. Agasajarle con un detalle que le conmoviera pero no le asustara provocando su huída forzada.
Ella era tan delicada como un gorrión, con una caricia de más saldría volando y desaparecería. Tampoco podría hablarle bruscamente porque se acurrucaría en una quietud total provocadora de las más dulces e impuras intenciones.Su mirada, tierna, tímida, algo furtiva, le cautivó desde el primer momento.
Lo escogió nada más verlo en el escaparate de una joyería: una alianza de oro blanco con la fecha del día en que se besaron por primera vez. Salió de la tienda satisfecho y sonriente.
En la calle se cruzó con una pareja que paseaba mirando escaparates. Se volvió con el corazón detenido del impacto y la distinguió, caminando entre el tumulto de gente. Se quedó sin aliento cuando sintiendo un fuerte pálpito observó cómo otro hombre la cogía de la cintura y le besaba la frente.
Derrotado y abatido sólo tuvo tiempo de fijarse en su mirada, segura y desafiante, plena.
Ella era tan delicada como un gorrión, con una caricia de más saldría volando y desaparecería. Tampoco podría hablarle bruscamente porque se acurrucaría en una quietud total provocadora de las más dulces e impuras intenciones.Su mirada, tierna, tímida, algo furtiva, le cautivó desde el primer momento.
Lo escogió nada más verlo en el escaparate de una joyería: una alianza de oro blanco con la fecha del día en que se besaron por primera vez. Salió de la tienda satisfecho y sonriente.
En la calle se cruzó con una pareja que paseaba mirando escaparates. Se volvió con el corazón detenido del impacto y la distinguió, caminando entre el tumulto de gente. Se quedó sin aliento cuando sintiendo un fuerte pálpito observó cómo otro hombre la cogía de la cintura y le besaba la frente.
Derrotado y abatido sólo tuvo tiempo de fijarse en su mirada, segura y desafiante, plena.
20 febrero 2007
REACCIONES INESPERADAS
Todo surge a raíz de la ginebra. La mayor parte de los presentes se entretenía comiendo patatas cuando el camarero se acercó para preguntar qué iban a tomar. Un hombre con bigote pidió un gintónic con Bombay.
Diez minutos más tarde, cuando el platillo de patatas ya estaba vacío, el camarero volvió con las copas. Depositó los vasos en la mesilla de cristal y se alejó por el pasillo dejando a los cliente en la penumbra del pequeño pub de barrio.
Mientras la conversación fluía el hombre con bigote degustaba detenidamente cada sorbo de la bebida. Sin dar explicaciones, se levantó de su asiento y se acercó a la barra. Tras mantener una pequeña conversación con el camarero cogió uno de los vasos que estaba sobre la barra y se lo estampó en la cara al camarero provocando que un hilo de sangre emanara de su oreja.
Volvió a su asiento y explicó, con una naturalidad pasmódica, que su copa no llevaba Bombay, sino Beefeater.
Diez minutos más tarde, cuando el platillo de patatas ya estaba vacío, el camarero volvió con las copas. Depositó los vasos en la mesilla de cristal y se alejó por el pasillo dejando a los cliente en la penumbra del pequeño pub de barrio.
Mientras la conversación fluía el hombre con bigote degustaba detenidamente cada sorbo de la bebida. Sin dar explicaciones, se levantó de su asiento y se acercó a la barra. Tras mantener una pequeña conversación con el camarero cogió uno de los vasos que estaba sobre la barra y se lo estampó en la cara al camarero provocando que un hilo de sangre emanara de su oreja.
Volvió a su asiento y explicó, con una naturalidad pasmódica, que su copa no llevaba Bombay, sino Beefeater.
11 febrero 2007
CUENTELO
Una vez exitió un blog sobre cuentos, relatos y microhistorias donde todo los valientes podían escribir. Las normas eran sencillas: ceñirse al tema y a la extensión, que no podía ser superior a las 20 líneas. Los que quisieron, publiaron en el, los que no, disfrutaron leyéndolo, pero sólo aquellos que no lo conocieron, se olvidaron del valor de la palabra y enmudecieron.
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