12 marzo 2007

Memorias de un prisionero - por Beatriz Romero

Recuerdo aquellos días con dificultad, como en penumbra. Me es más fácil evocar olores y sensaciones que las propias imágenes, por lo que se podría decir que, tal vez para protegerme, mi cerebro las había intentado eliminar de mi consciencia. Demasiado tarde, ya daba igual, mi corazón estaba irremediablemente trastornado por aquella droga y mi mente contaminada por aquel veneno felino, desde la primera vez que ella abrió la puerta de mi celda.

Yo esperaba ver a un rudo carcelero madero en mano y a continuación, como tantas otras veces me había tocado en mi corta vida, recibir una brutal paliza hasta perder el sentido. Pero no abriría la boca, esperaría estoicamente hasta que mis compañeros idearan la forma de sacarme de allí, para eso había sido entrenado con tanta dureza.

Pero en vez de éste cruzó el umbral un manojo de curvas, perfiladas por una larga cabellera morena y rematadas por unos ojos negros sin fondo que inmediatamente se clavaron sobre mí. Tal vez dejé de respirar, quizá de parpadear, pero de lo que sí estoy seguro es que el corazón se me paró durante unos segundos. Se acercó hasta mí con pasos de serpiente. Su olor, una mezcla entre flores de cementerio y el aroma del cuero que la vestía, me envolvió al instante. Yo, sentado al borde de mi duro camastro, podía intuir que algo iba a ocurrir mientras notaba mis sienes palpitar alarmantemente. Entonces, con un movimiento imperceptible, se sentó sobre mi regazo, clavó sus uñas en mi cara y ¡me besó!

09 marzo 2007

Vidas cruzadas

En la mañana de fulgurante luz una muchacha salió del hotel con un vestido de gasa azul translúcida y un collar de cuentas. El maitre, Antonio, le abrió la puerta y le dirigió una mirada de aprobación. Era hija del dueño de un pequeño hotel en el centro de París. Todo en su vida estaba hecho. El desayuno, las puertas, la lavadora, la compra... todo era automático. Iba a coger el metro para acudir a su cita diaria en el Instituto Británico. Cruzando varias calles llegó a los Campos Elíseos. En la puerta del tranvía subterráneo, un mendigo dormía entre cartones.

Era Tomás Valiente, hijo de Jacinto Valiente, dueño de una cadena de videoclubs que se vino abajo con la aparición del DVD y que no supo, no pudo y no quiso salir de la espiral de la droga. El también lo tenía todo. Un coche deportivo, ropa cara, un montón de amigos y un gran vacío en su interior. Si la vida es experiencia, su experiencia fué vivirla y desgastarla.

En el andén la muchacha esperaba paciente. La carpeta en el pecho y la mano en le pelo. La mente en la clase de inglés y el corazón, palpitante, expectante.

07 marzo 2007

YO, CLAUDIA -POR DAVID BLAZQUEZ

A Claudia solo le importa Claudia. La mueca de su rostro denota la infranqueable trascendencia que su ser oculta. La vida sin amar a nadie en una continua transformación quieta. Su corazón es de mármol, no heredado, construido por sí misma con el pasar de su niñez, y funciona en el caos para alimentarse a ratos, a impulsos irremediables de necesidad. Impuesta la frialdad por trinchera, en la paradoja desconocida tiene siempre presente el instinto de supervivencia mientras se autodestruye. Es de hielo anhelante, pero su fin es caliente, deshecha en el hombre que haga volar la estructura hermética que aún protege a sus sentimientos. Que no fluyan, se dice. Cuando duda pide consejo a las amigas para reafirmarse en sus actos. Revivir el dolor, el desarraigo, puede empañar con lágrimas sus ojos. Porque ella es guapa: la elegancia insensible creada a partir de la herida. En una de las venas que llevan a su víscera muscular clausurada, sita en el tórax, habita un valeroso caballero desde hace no muchos años. Él ya está cansado. No sabe cómo quitar más minas anti-personas de las que prohíben el paso a la gruta que todos los hombres persiguen y nadie alcanza, porque él tampoco llega a su corazón. La próxima sabe que será la última, la que estalle definitivamente y la aleje de ella. A su manera, él es amado por Claudia, pero no es el elegido. El ego de Claudia busca que la contemplen, pero en secreto pide auxilio al rechazo. Sabe que para que sus emociones dormidas despierten, para que ella vuelva a ser la niña cariñosa y feliz de antes, necesita a alguien que la ignore y la ame a la vez, que levante sus celos airados y la libere de la cárcel donde se halla recluida entre la confusión y el agobio. Ella es una dulce paloma que requiere ser abatida para después renacer como ave en su esencia más pura. Cuando eso pase, la muralla habrá sido destruida y Claudia será boyante con todos los hombres que quiera. Hasta el momento, hierve la distancia. Si se entrega, quién fuera ánima incorpórea para estar en su mundo.