12 marzo 2007

Memorias de un prisionero - por Beatriz Romero

Recuerdo aquellos días con dificultad, como en penumbra. Me es más fácil evocar olores y sensaciones que las propias imágenes, por lo que se podría decir que, tal vez para protegerme, mi cerebro las había intentado eliminar de mi consciencia. Demasiado tarde, ya daba igual, mi corazón estaba irremediablemente trastornado por aquella droga y mi mente contaminada por aquel veneno felino, desde la primera vez que ella abrió la puerta de mi celda.

Yo esperaba ver a un rudo carcelero madero en mano y a continuación, como tantas otras veces me había tocado en mi corta vida, recibir una brutal paliza hasta perder el sentido. Pero no abriría la boca, esperaría estoicamente hasta que mis compañeros idearan la forma de sacarme de allí, para eso había sido entrenado con tanta dureza.

Pero en vez de éste cruzó el umbral un manojo de curvas, perfiladas por una larga cabellera morena y rematadas por unos ojos negros sin fondo que inmediatamente se clavaron sobre mí. Tal vez dejé de respirar, quizá de parpadear, pero de lo que sí estoy seguro es que el corazón se me paró durante unos segundos. Se acercó hasta mí con pasos de serpiente. Su olor, una mezcla entre flores de cementerio y el aroma del cuero que la vestía, me envolvió al instante. Yo, sentado al borde de mi duro camastro, podía intuir que algo iba a ocurrir mientras notaba mis sienes palpitar alarmantemente. Entonces, con un movimiento imperceptible, se sentó sobre mi regazo, clavó sus uñas en mi cara y ¡me besó!

2 comentarios:

Hannibal Lecter dijo...

No me gusta mucho el final, pero está bien contado.

Leticia C. dijo...

Me ha gustado el cuento, pero quiero que publiques más!!!